Por Álvaro Ramis.
Dale vida a los sueños que tienes escondidos,
descubrirás que puedes vivir estos momentos
con los ojos abiertos y los miedos dormidos,
con los ojos cerrados y los sueños despiertos.
Mario Benedetti
Los argumentos que se proponen a continuación no son axiomas evidentes que se deben aceptar sin demostración, sino proposiciones razonables que se arraigan en la experiencia histórica y en las condiciones de posibilidad que ofrece el sistema democrático. Se trata de tesis que buscan sistematizar la creciente movilización que demanda convocar al poder constituyente en Chile. Un movimiento que no se fundamenta en certezas empíricas ni en fórmulas cartesianas. Tras sus aspiraciones laten sueños largamente postergados, cargados de pasiones, subjetividades y angustias. El desafío pasa por interpretar lo que esos sueños expresan en el aquí y ahora de nuestra convivencia. Con Freud sabemos que “Todo sueño aparece como un producto psíquico provisto de sentido”[1]. Ha llegado el momento de intentar desentrañar los sentidos que laten tras este sueño colectivo.
- Por una Constitución que nazca con plena legitimidad democrática.
La Constitución de 1980 es hija del terror y del desprecio. Apenas consumado el golpe de Estado de 1973 la Junta Militar designó arbitrariamente a los miembros de la llamada “Comisión de estudios de la Nueva Constitución Política de la República de Chile” (CENC) con la misión de redactar un anteproyecto constitucional. En esa decisión el régimen se atribuyó a si mismo la condición de “dictadura soberana” de acuerdo a doctrina de Carl Schmitt[2]. De esta manera abandonaron el principio de soberanía popular y lo reemplazaron por una noción schimittiana que comprende que “la soberanía es quién decide en un Estado de excepción”. El pueblo, máximo depositario de la voluntad constituyente, fue desposeído de su derecho fundamental para ser reemplazado por un poder dictatorial que se asumió a sí mismo como depositario de un poder ilimitado, que no podía estar restringido por ningún sistema legal ni normativo preexistente.
El 11 de septiembre de 1980 este ejercicio de poder total llegó al paroxismo. El ex presidente Eduardo Frei Montalva, en su discurso en el Teatro Caupolicán del 27 de agosto de 1980 anticipó lo que en ese día acontecería: “Votar este proyecto de Constitución ilegítimo en su origen, inconveniente en su texto, que va a entrar a regir dentro de diez años, que seguramente será modificado en el curso de esta década y cuyo verdadero alcance y significado sólo se conocerán cuando se dicten las leyes orgánicas, es un caso de ciencia ficción o una burla”[3]. Efectivamente, el plebiscito por el cual se aprobó el nuevo texto constitucional fue una mala broma, repleto de todas las irregularidades imaginables, en la cual 3.000 agentes de inteligencia se desplegaron en distintos centros de votación durante todo el día, cumpliendo la orden de asegurar el triunfo del sí a la nueva Constitución, tal como lo ha revelado recientemente el ex agente de la CNI Jorgelino Vergara, alias “el Mocito”.
La ilegitimidad de origen, denunciada por Frei Montalva, constituye un vicio de la voluntad popular que no se ha resuelto por medio de las distintas reformas constitucionales que se han sucedido desde 1988. El momento fundante del ordenamiento constitucional chileno se fraguó de una forma que no respetó los criterios de seriedad, manifestación, sinceridad, libertad y espontaneidad que reclama todo acto jurídico. La voluntad ciudadana se vulneró porque la dictadura impuso su proyecto constitucional por medio de la intimidación física y psicológica, impidiendo el discernimiento y la libre intención de la ciudadanía. En nuestra tradición legal este tipo de vicios del consentimiento implican la nulidad de los actos que los padecen, por lo cual, en stricto sensu la Constitución de 1980 rige como un poder constituido que opera de facto, pero no de iure, ya que su ilegitimidad permanece. De allí que la convocatoria a una Asamblea Constituyente se impone como el único mecanismo que garantiza que el pueblo, como depositario supremo, ilimitado, originario, indelegable, único e indivisible de la voluntad instituyente pueda participar de forma libre, plena e informada en la creación de una nueva Constitución, que nazca con una legitimidad incuestionable, y que garantice un orden político que refleje el vínculo indisoluble entre pueblo, poder constituyente y soberanía.
- Por una Constitución que sitúe la participación como presupuesto de la democracia.
La conquista fundamental de la Ilustración se condensa en el reconocimiento del “principio de autonomía”, tal como lo expresó Kant: “Veíase al hombre atado por su deber a leyes; mas nadie cayó en pensar que estaba sujeto a su propia legislación”[4]. Este principio reconoce que los seres humanos somos dueños de nuestra propia conciencia, y por eso no sólo obedecemos las leyes de forma forzada, por interés, atracción o coacción. También somos capaces de darnos nuestras propias leyes y somos capaces de cumplirlas. Si reconocemos este principio comprenderemos que la democracia no se fundamenta en argumentos de conveniencia, como si fuera un sistema político más, preferible por factores prácticos o funcionales, ya que sería “el peor de todos los sistemas políticos, con excepción de todos los demás”. No es así. Si reconocemos que la legitimidad de la ley nace del consentimiento de quienes se subordinan a ella, el principio democrático es necesario en el sentido filosófico del término, ya que implica una condición de posibilidad. Otra cosa es si el sistema electoral, la práctica política, los vicios partidarios, las estratagemas de los ciudadanos pervierten o imposibilitan la aplicación de este principio.
La expresión contemporánea de esta idea kantiana se expresa en el llamado “principio del discurso”, formulado por Jürgen Habermas: “Sólo pueden pretender validez las normas que encuentran (o pudieran encontrar) la aprobación de todos los afectados en tanto que participantes en un discurso práctico”[5]. Por este motivo no tiene sentido establecer distinciones entre democracia representativa y democracia participativa. La representación no constituye más que un mecanismo subsidiario ante la imposibilidad de la participación permanente, de todos los ciudadanos en cada momento. La convocatoria a una Asamblea Constituyente reflejaría la máxima coherencia posible con el “principio del discurso”, en cuanto supondría que todos los sectores que serán sujetos de los derechos y deberes establecidos en la nueva Constitución podrían expresar sus argumentos, y por lo tanto la nueva carta Constitucional poseería una plena validez, no sólo política, sino también ética.
- Por una Constitución que garantice la exigibilidad y justiciabilidad de los derechos humanos.
Como todas las Constituciones la carta de 1980 reconoce y ampara de forma general los derechos humanos, especialmente en su artículo 19. Pero si se analiza la forma como lo hace nos encontramos con declaraciones retóricas, vaciadas de toda posibilidad efectiva de ser exigidas ante la autoridades. El ejemplo más evidente es el derecho a la educación (art. 19, nº 10) que se limita a declarar que al Estado le corresponde “otorgar especial protección al ejercicio de este derecho”. Lo mismo se expresa en materia del derecho a la salud: “El Estado protege el libre e igualitario acceso a las acciones de promoción, protección y recuperación de la salud”. (art. 19, nº 9). De esta forma el papel del Estado se reduce a garantizar el “acceso” a un bien genérico, sin mayores exigencias para el Estado que garantizar la “oferta” en estas materias.
Esta concepción insustancial de los derechos sociales es fruto de la noción de “Estado subsidiario” que impregna toda la actual Constitución. La subsidiaridad no sólo implica que el sector público prescinde de sus potenciales capacidades económicas y productivas, sino que además reduce sus funciones sociales a roles paliativos y supletorios de las externalidades y distorsiones del mercado. El Estado abandonó así todas sus obligaciones positivas especialmente en materia de derechos económicos, sociales, culturales y ambientales, situándose de forma permanente en una tensión dilemática con la legislación internacional que le impele a reconocer la exigibilidad y justiciabilidad de estos derechos[6].
Una Asamblea Constituyente debería superar esta aporía jurídica y política, permitiendo que Chile se constituya en un Estado Social y democrático de derecho, obligado a fortalecer los servicios públicos y a garantizar derechos esenciales para participar en plenitud en la sociedad. Es el paso de la libertad negativa que se concentra en la no interferencia del Estado a la libertad positiva, que se focaliza en incrementar las capacidades reales de las personas de acuerdo a su proyecto vital.
- Por una Constitución que armonice el patriotismo constitucional con la interculturalidad.
Una Constitución no sólo debería ser un texto que señale derechos y obligaciones, procedimientos y reglas. También debería ser un texto que permita cohesionar de forma democrática y no coercitiva a la ciudadanía. La actual Constitución de 1980 intenta realizar este ejercicio a partir de un nacionalismo no reconocido. La chilenidad es definida de acuerdo a un patrón monocorde coherente con un modelo de Estado unitario, que esencializa la identidad nacional bajo el supuesto de una historia o a un origen étnico común. Sin embargo la demodiversidad del país ya no soporta esta homogeneización forzosa. Por supuesto no lo toleran los pueblos indígenas que reclaman su legítimo reconocimiento como naciones preexistentes al Estado chileno. Pero tampoco lo toleran las regiones, ahogadas por un centralismo agobiante. Y tampoco lo toleran las nuevas generaciones, que no comparten las señas de identidad ni el mito nacionalista de la chilenidad oficial que pretende definir las normas de pertenencia y exclusión de la comunidad nacional.
Un país tan diverso y plural como el nuestro, que se ha formado por diferentes oleadas migratorias, que se ha desplegado en un territorio marcado por enormes contrastes y desigualdades, no puede fundar su identidad en un estrecho nacionalismo de base étnico-cultural. La alternativa es buscar esta cohesión en un “patriotismo constitucional”[7], basado en la adhesión a unos valores cívicos comunes. De esta forma las diversas formas de vida particulares y las tradiciones culturales se reconocen y se respetan, pero se enmarcan en un proyecto post-nacional de base republicana. Bajo este tipo de patriotismo el orgullo por la pertenencia a una nación no se funda en la exaltación de las singularidades ni en el chauvinismo excluyente, sino en la coherencia de la nación con los valores democráticos plasmados en la Constitución. Para ello es necesario que la Constitución exprese unas convicciones que representen efectivamente a los ciudadanos, y que puedan hacer suyos en su cotidianidad.
En el contexto de las tensiones históricas del Estado chileno con los pueblo indígenas, de la emergencia de las demandas regionalistas por reconocimiento de su singularidad, y sobre todo ante la abismante desigualdad económica que disgrega a los chilenos sólo un proyecto constitucional construido de forma participativa sería capaz de identificar un conjunto de valores cívicos ampliamente compartidos, capaces de fundamentar en el siglo XXI un proyecto viable de nación.
- Por una Constitución que haga sostenible el modelo de desarrollo.
El apoyo que la actual Constitución logra en un sector de la población está en relación a la defensa del principio del Estado subsidiario, al que se le atribuyen los ciclos de expansión y crecimiento de la economía de las últimas décadas, basados en las exportaciones. La pregunta crucial en nuestro contexto es si el Estado subsidiario colabora a la sostenibilidad del proyecto de desarrollo del país o necesita ser reemplazado.
Lo que estas décadas muestran, junto a las innegables cifras de crecimiento, es que el sector exportador y el sector financiero, las áreas claves de nuestra economía, no logran autoregularse. Es más, tienden por si mismos a la autodestrucción y a socavar sus propias fuentes de riqueza y legitimidad social. Por ello el Estado subsidiario se ha demostrado altamente ineficiente e irresponsable en su rol regulador, mientras las externalidades y costos de la arbitrariedad empresarial se han transferido directamente a la población y al medio ambiente. Cabe por lo tanto la demanda por un modelo de Estado regulador. Pero en segundo lugar es evidente que durante estos años muy pocos han ganado y muchos han perdido, sin que estas desigualdades representaran un dilema significativo para el Estado subsidiario, que ha permanecido impasible ante ellas. Es imposible mitigar la desigualdad dentro el actual modelo de Estado, ya que requiere un nuevo rol económico del sector público, enfocado especialmente en la búsqueda del valor agregado de nuestra producción, especialmente por medio de la inversión en I+D+i. Esto no significa el regreso del Estado empresario, sino más bien la llegada de un Partner State[8], un “Estado socio”, capaz de crear las condiciones para emprendimientos económicos que posibiliten el incremento de la productividad, el aumento de los salarios de los trabajadores y el progresivo abandono del modelo extractivista y el giro hacia una economía basada en el conocimiento.
Luego de 32 años el mundo es muy diferente al de 1980. Han caído las divisiones tradicionales de la política internacional: ni el conflicto Este-Oeste ni el contraste Norte-Sur tiene la menor relevancia. En cambio lo que se observa es la emergencia de nuevas potencias como los BRICS, capaces de imponerse en los organismos internacionales[9] mientras las potencias tradicionales ven declinar su hegemonía. Este nuevo orden internacional nos coloca en una disyuntiva: mantener el actual Estado subsidiario garantiza la estabilidad pero también augura una inevitable decadencia en el nuevo mundo multipolar. Pensar en un nuevo modelo de Estado sin duda generará inseguridades e incertidumbres pero es la única forma de abrir la puerta a un modelo de desarrollo que sea sostenible de cara al futuro.
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[1] Sigmund Freud. (1900). “Obras completas. Volumen IV: La interpretación de los sueños” (primera parte) Página 29. Amorrortu editores.
[2] Carl Schmitt. (1985) “La dictadura” Alianza, Madrid.
[3] Eduardo Frei Montalva. “Discurso con motivo del Plebiscito de 1980”. En “Obras escogidas”. Ediciones del Centro de Estudios Políticos Latinoamericanos Simón Bolívar, Fundación Eduardo Frei Montalva, 1993. pp. 596
[4] Imanuel Kant. (2003) “Fundamentación de la metafísica de las costumbres”. Capítulo Segundo. Mare Nostrum Traducción: Manuel García Morente.
[5] Jürgen Habermas. (1989) “Teoría de la acción comunicativa: complementos y estudios previos”. Cátedra, Madrid, , pp. 445-446.
[6] Víctor Abramovich y Christian Courtis. (2003) “Hacia la exigibilidad de los derechos económicos, sociales y culturales. Estándares internacionales y criterios de aplicación ante los tribunales locales”.
[7] Jürgen Habermas (1989): “Identidades nacionales y postnacionales”. Tecnos, Madrid.
[8] Cfr. “Partner State” en http://p2pfoundation.net/Partner_State
[9] La elección del brasileño Roberto Azevedo al frente de la OMC lo confirma.